Ignacio Morales Lechuga
El gobierno y el congreso de la CDMX dieron el lunes pasado un golpe demoledor al derecho a la propiedad privada. La derogación de un pequeño párrafo amenaza la seguridad jurídica de cualquier propietario de un inmueble en la capital del país.
En su lugar, se establece que la propiedad privada se regirá por lo dispuesto en el artículo 27 de la Constitución, un pleonasmo de evidente inutilidad política y jurídica. Eliminar del artículo 3° la mención del derecho a la propiedad como un derecho humano es el preludio de una serie de expropiaciones posibles para gestionar desde el gobierno el problema de la vivienda.
Gran parte de los 3.5 millones de propietarios de la CDMX perciben este golpe directo como el inicio de la demolición de la propiedad privada, en cuyo lugar se ofrecen “concesiones” como si un inmueble privado fuera un bien estratégico o prioritario y no un derecho innato de las personas.
Los diputados ignoran que el actual texto constitucional en su artículo 133 incorpora los tratados internacionales en el mismo rango que la Constitución, como el Pacto de San José, que obliga a garantizar el uso y disposición de los bienes de propiedad privada (arts.1 y 22 de la convención). De igual forma, el art. 1° establece la primacía de los Derechos Humanos sobre cualquier otro texto constitucional.
Ya el presente régimen estableció otras legislaciones agresivas en este sentido, como la declaratoria de reserva natural o de bienes del patrimonio cultural de la ciudad; o el artículo 60 de la Ley Constitucional de Derechos Humanos, que dificulta la recuperación de un terreno invadido o la rescisión de un contrato de arrendamiento.
El próximo gobierno ofrece planes oficiales para edificar 200 mil nuevas viviendas en la CDMX, meta demagógica e inalcanzable en este momento.
El régimen actual ha sido parco en la construcción de nueva vivienda. Construir en esta ciudad es sortear obstáculos administrativos de toda naturaleza, desde la corrupción hasta la falta de agua. Quienes lo intentan enfrentan un largo peregrinar de hasta 4 años para registrar una licencia de construcción, cuando en otros países de Latinoamérica no rebasa los 4 meses. Los resultados son evidentes, los últimos edificios elevados de esta ciudad se autorizaron durante el gobierno de Marcelo Ebrard.
Con este madruguete legislativo, los autores de la reforma heredan una pesada carga de desconfianza al próximo gobierno capitalino. ¿Quién querrá invertir en construir y desarrollar nuevos inmuebles bajo estas circunstancias?
A diferencia de otras entidades, la CDMX no tiene otra industria productiva que permita incrementar los haberes del patrimonio público. Su principal ingreso, después del impuesto sobre nóminas, es el derivado de la industria inmobiliaria. Con esta modificación el sector seguirá estancado a menos que la nueva jefa de gobierno apoye, como ha prometido, con juntas periódicas que le permitan conocer el punto de vista de constructores e industrias adyacentes a la construcción.
Por lo pronto, muchos bufetes de abogados ya deben estar tramitando una cascada de amparos y los partidos políticos de oposición preparando una acción de inconstitucionalidad que se antoja procedente por la manera como se redactó y quedó plasmada; sin embargo, el daño a la confianza de los inversionistas está hecho y recuperarla costará trabajo y tiempo.
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